miércoles, junio 06, 2007

El mirador de la ciudad

Una chica de la ciudad


- ¿Leíste "Bola de sebo"? ‑ dijo él.
- ¿De quién?
- Maupassant
- Creo que sí, pero hace años ¿La historia de una puta que ayuda a unos nobles y que la traicionan o algo así?
- Sí, le piden que se acueste con un militar prusiano para obtener su libertad y después de convencerla ni le hablan...
- Sí, ya me acuerdo. La gente es una mierda, ojalá sólo fuera una historia pero...
- Hay un libro de Kundera que te gustaría.
- Bueno... disculpa, tengo que trabajar.

Esa es parte de la primera conversación que tuvieron. Antes se habían conocido pero sólo de vista, ahora por fin hablaban y parecían congeniar. Él era un hombre joven que pretendía ser escritor, un tipo desapasionado que con aires de enfermante superioridad miraba a todos; que pretendía absorber, sin tocar, la pulpa de los mil frutos que se movían a su lado.

¿Quién era ella? Esa pregunta nunca se la hizo ¿Qué podía interesarle? Lo que le interesó y llamó la atención fue la desfachatez con que hablaba de su vida o tal vez que lo hiciera con él a quien recién conocía. Sus historias siempre comenzaban con una generalidad para terminar en algo como "lo conocí el jueves y después hicimos el amor pero nada más". Frases de ese corte marcaban su conversación y aunque él tan sólo escuchaba, ella parecía nutrirse de sus silencios.

Mentiría si no dijera que al inicio esas frases le resultaron casi una invitación o al menos una posibilidad de entrar en el juego, pero sólo al inicio, luego comprendió que no era eso lo que quería, que ni él ni ella lo querían.

Ella hubiera podido vivir en cualquier ciudad pero sobrevivía en ésta. Aquí había encontrado lo que necesitaba pero de ninguna manera lo que buscaba, la tierra donde sus sueños pudieran extenderse sin las ataduras de la realidad, sin los plomos del buen empleo y la posición, sin los lastres del dinero y la buena imagen.
Parecía gritar a toda la gente, a todo ese mundillo a veces ridículo, a veces fundamental: "dejémonos de cojudeces, hablemos claro, no juguemos a algo en busca de lo otro". Sus palabras y gestos resultaban algunas noches como perdigones que ponían un cielo de palomas cucufatas en movimiento, un cielo que antes había permanecido quieto, intocable en su calma chicha.

Una noche en el “Obús”, discoteca en que trabajaba, le dijo:

- ¿Sabes una cosa? Ya me cansé de todo esto. La vida es una mierda y si no juegas con esas reglas simplemente te hundes.
‑ ¿Por qué?
- Porque ya todo estaba escrito desde antes, las reglas las encontramos hechas pero yo no me voy a joder ‑resopló‑, he conocido a un pata y nos vamos a largar, necesitamos sólo un poco más de plata.

Como él permanecía en silencio, aún recordando sus palabras, ella continuó.

‑ Me llega altamente si dicen que soy una cínica, una puta. Sabes que aquí se puede conseguir ciertas cosas de la gente: una cámara, un poco de plata, es cuestión de seguirles el juego, de hacerse la cojuda, aprovechar y salir rápido, esa es la huevada, quitarse antes de que reviente.

Él, que siempre se había mantenido a una distancia higiénica de las aventuras, disfrutaba de esa amistad que le permitía saber lo que ocurría en ese mundo que siempre había intuido pero al que no se animaba a entrar por miedo a tener que vivirlo de lleno. Fue viendo así, cómo embaucaban a mil y un turistas, cómo obtenían un pasaje, una botella, unos dólares y cómo, con desesperante lentitud, iban juntando el dinero que necesitaban. Disfrutaba viendo cómo esos cazadores eran sólo presas de un juego que creían haber iniciado y sentía en todo ello una revancha sublime sobre la crueldad de la vida y sobre la injusticia de la que en alguna medida se sentía partícipe.

No se cansaba de observar a su amiga, de aplaudir sus astucias y sus actos de fino cinismo que en otra persona acaso le hubieran ofendido. Pero no era la justicia llevada por mano propia o el cambio que en ella se había operado lo que le fascinaba. Lo que realmente le enardecía era ese valor tan extraño para decir una verdad y aceptarla, se sorprendía de no sentir más que simpatía por aquella mujer, por aquella moderna heroína que reivindicaba para los desesperados su derecho a luchar con cualquier arma a su alcance, para decir su verdad acaso fulera y destinada al olvido, pero nacida de ella.

Noche tras noche, sentado en la barra del "Obús", disfrutaba de los acontecimientos, de rato en rato, ella se acercaba y le contaba lo que estaba ocurriendo, cómo Jack enredaba a una chiquilla en busca de aventura o cómo ella iba a cazar a un viejo bastante borracho que con un par de tragos no recordaría nada horas más tarde. Un vodka doble era la compañía de esas noches en que desde su palco veía el circo acostumbrado. Cigarrillo tras cigarrillo iba envidiando cada vez más a esa adorable pareja de embusteros que se atrevían a construir con retazos la vida que querían.

Al llegar una noche a casa recordó, antes que el alcohol terminara por vencerlo, aquella primera conversación sobre Maupassant. Ella era la “Bola de sebo” que se vengaba de tanta traición, ya no era utilizada por los otros sino que se les adelantaba y daba el golpe.

Al despertar, al día siguiente, sintió algo húmedo en sus ropas, en su entrepierna. "Mierda", pensó ¿Qué había ocurrido? Reparó en que horas antes había soñado con ella. La heroína, su amiga, por la que siempre había aceptado sólo simpatía y hasta admiración había provocado ese sueño más cercano a su juventud que a una adultez pronta a cambiar de nombre.

Esa noche se permitió algunos juegos y frases de doble sentido, sonrisas y roces totalmente intencionales pero nada pasó y lo prefirió así. Vodka y cigarrillos volvieron a ser la compañía de largas horas en que disfrutó del teatro que cada noche se montaba frente a él.

Una de esas noches de juego y cacería ella le comentó que tenían casi lo necesario para “salir de una vez por todas". Se sintió feliz por su amiga pero tan pronto la vio caminar, moverse, su propia quietud lo enfadó. La alegría, el futuro que su amiga por fin parecía encontrar lo llenó de zozobra. Había asistido como espectador a todo ello pero ¿qué había ganado? Nada en verdad. Se sintió más pobre y perdido que nunca, más asistente a una función que en todas las noches anteriores. Secó el vaso que recién había pedido y cerró los ojos. Apretó los dientes, no quería ser más el oscuro espectador de la vida, por una sola vez quería participar de ella. Al regresar se adelantó a cualquier posible comentario y le propuso, con la confianza del que sabe que no será rechazado, tomar un trago en su departamento, ella pareció dudar un instante pero finalmente respondió que sí. Se sintió feliz de no tener que jugar al galán, de poder actuar con libertad. Sólo un poco de simpatía los unía, pero no era necesario más. Vio como se alejaba un momento para hablar con su compañero y a los pocos minutos la tuvo de vuelta.

Apenas atravesaron la puerta del “Obus" un beso selló el pacto y dejó fuera de lugar cualquier duda de lo que sucedería. Al llegar al departamento no fue necesario mayor trámite para quedar desnudos sobre la cama que a cada movimiento volvía a crujir. Ella se detuvo y le dijo que tenía que ir al baño, él quedó tendido tratando que la cama no se moviera, esta vez por el alcohol que en soledad parecía cobrar nueva vida y no ya por sus dos cuerpos apretándose, retorciéndose. Volvió enseguida. Desde abajo la miraba estirarse, veía su rostro subir y bajar, sus manos recorrían ese cuerpo que hasta hace unos días no había sabido decirle nada pero que ahora se acomodaba con perfección al suyo. Sintió qué poco más podría aguantar el deseo y la necesidad de abandonarse por entero para completar el tan olvidado placer a fuerza de recluirse en libros y alejarse de esa vida que tanto decía despreciar.

No llegó a sentir ese momento tan postergado sino un frío dolor en el costado. Abrió los ojos y vio el rostro de ella casi tan sorprendido cómo adivinaba el suyo, enseguida un dolor igual pero esta vez en el pecho no dejó dudas de lo que estaba ocurriendo. Una sombra apareció en el cuarto en penumbras, era Jack. Ahora comprendía todo, ella no había salido al baño sino a abrir la puerta, el plan lo habían preparado en unos minutos. Una tercera puñalada que le rasgó el estómago interrumpió sus fugaces pensamientos. El cuerpo que, segundos antes, había estado moviéndose rítmicamente sobre el suyo lo abandonó y se sumó al de su compañero; guardaron en un maletín las pocas cosas de valor que seguramente completarían la cifra buscada.

Agonizante, asistía a la historia de su vida, al final de su historia. Sintió odio hacia aquella mujer que lo había engañado, pero por unos segundos la comprendió, comprendió que lo que antes había pensado de ella seguía intacto, él era sólo una pieza más.

Trató de escupir en un absurdo signo de bravura pero el cuerpo no le respondió, escuchó una risa sorda, burlona y una voz de mujer que con reproches le mandaba callar, era su amiga llamando la atención a Jack. Entendió eso como un último homenaje a la amistad sincera pero rota por la necesidad, agradeció el gesto pero no pudo ver ya nada y en la total oscuridad volvió a comprenderla y a odiarla un poco más.














El condenado

Las piedras y adoquines de calles y pistas aún estaban mojados por la lluvia, pero el sol, que acababa de aparecer, ya brillaba en todo lo alto. Con cuidado de limeño que no termina de moverse seguro en las calles del Cuzco, y menos en los días de lluvia, bajó la cuesta. Detuvo un taxi. Subió e indicó la calle donde trabajaba. Unos minutos más y serían las nueve.

Al pasar por la Plaza de Armas el gentío le pareció extraño. La masa arremolinada en la puerta de la Catedral parecía tan sólo esperar. No había ni comparsas ni desfile, sólo una multitud compacta que, de tanto en tanto, gritaba algo todavía incomprensible para él. Hace poco había comentado con un amigo la infinidad de fiestas y desfiles, además del clásico de los domingos, que aturdían a la ciudad y que sumados daban un buen número de días perdidos. Marca indiscutible de la nacional inclinación al trago y el festejo.

‑ ¿Hay fiesta hoy? - preguntó al taxista. Los choferes poseen en provincia la información más certera que uno puede encontrar: los rumores, la política, el clima, los deportes, todo lo importante o intranscendente que ocurre puede uno saberlo en una carrera.
‑ ¿Fiesta? Nada papá, han traido un condenado y lo tienen en la Catedral, el obispo está exorcisándolo dicen. Parece que al condenado lo han traido desde el valle.
‑ ¿Condenado?
‑ Hijo del diablo pues papá, en una comunidad estaba y se lo han traido al obispo.
‑ Aquí, en la esquina, no más waiqui‑ dijo sin salir del asombro.

Al entrar en la oficina ya todo el mundo sabía la historia del condenado. Esa ciudad que se levantaba tarde por costumbre o por cansancio antiguo, parecía haber madrugado aquel día. Todos ya estaban enterados y mil historias corrían, cada cual más extraña.
La mañana se pasó volando y cuando menos lo pensaba ya era la hora de ir a almorzar, costumbre serrana de paralizar todo al medio día para salir a comer y a hacer la siesta.

‑ A Pumacurco waiquicha.
‑¿Qué le parece todo señor?
‑¿Lo del tipo ese? No sé ¿dicen que es del valle?
‑Así parece papá, al párroco del pueblo lo han visto dice que volar anoche, alto dice que estaba, pero son cosas de la gente. Lo que sí es cierto es que de Lima van mandar un cura especial para ayudar al obispo. Está viejito pues, usted sabe, y fuerte hay que ser para sacarle al diablo del cuerpo a la niña.
‑¿No era hombre y además hijo del diablo?
‑ No papá, una chicacha no más es, parece que el diablo se le ha metido al cuerpo por cochinadas del padre. Dicen que su mujer también era.
‑¿Su mujer también estaba con el diablo dentro? ‑ preguntó confundido.
‑ No pues papá, su mujer era la chicacha, su hija y su mujer también era pues. Cochinadas pues papa, esos serranos son medio salvajes, pues.

Salió de su casa sobre la hora. El sol, desde temprano instalado en lo alto, alcanzaba un calorcito tímido pero agradable. La gente seguía montando guardia y la plaza parecía tomada por una multitud multicolor, como en el santuranticuy, aunque la borrachera no era la constante esta vez. Un murmullo de preocupación y aprensión esparcía el vientito que de pronto había comenzado.

Al entrar a la oficina no dudó que la tarde sería corta, el trabajo también había cedido ante la historia del condenado. Esa noche iría temprano al bar.

Había poca gente todavía pero el tema de conversación era el mismo. Que si el diablo, que si el incesto. El cuento había crecido como huaico y venía jalando en tromba mil historias y versiones distintas. La más antojada era la del portero: "el Vaticano está mandando un avión para recoger al condenado". Para esa hora ya había vuelto a ser hombre. "Mañana va a llegar el avión y calladitos no más se lo van a llevar para sacarle el diablo allá".

Marcelo se acercó al ventanal que daba a la plaza y quedó mirando la Catedral, justo frente a él. La gente golpeaba las puertas y pedía a gritos que sacaran al condenado, unos para liberarlo, otros para lincharlo. El cielo comenzaba a perder ese color de azul entrañable y a ponerse negro. La luna salió lenta y redonda por detrás del Cristo Blanco. Los arbustitos de la plaza y las bancas parecían lo único sereno. La gente corría y corría, de una puerta a la otra, de la Catedral a la Iglesia de la Compañía. La noche parecía también atenta a lo que pasaba.

- ¿Qué te parece? Ahorita le queman la Catedral al cura - oyó la voz de Gerardo que le señalaba con el dedo un grupo de gente que con antorchas aparecía por la Cuesta del Almirante.
‑ ¿Cómo estás? Por fin, ¿es diablo, hijo del diablo o incesto?
‑ Quién sabe, lo cierto es que alguien está ahí dentro y que la gente quiere que pase algo pronto. Estos cholos son bravos, si no les dan gusto, ahorita se tiran la puerta y se zampan a la Catedral.

Recién llegado y con su primer vaso de ron en la mano se acercó Juan Carlos. Era el más viejo del grupo y un buen número de historias oscuras se tejían sobre él.

‑ Mis papás acaban de pasar por la Catedral y ¡puta! a que no sabes que le dice mi mamita a mi viejo. “Papá, anda mira, no vaya a ser tu hijo el condenado ese". Puta madre con mi viejita, se pasa.
- Hombre, no es para menos - dijo Gerardo pegando un trago ‑ a mí también me tenías preocupado.

Marcelo miró y recordando recientes borracheras no le pareció del todo equivocada la preocupación de sus padres. Se sonrió para dentro.

- ¡Huevón! Dice que se lo han llevado por unos túneles a la Iglesia de la Compañía. Mira, mira ‑ se emocionó Juan Carlos ‑ como se está moviendo la gente, ¿ves? Se van a la puerta de la Compañía, esto se pone de puta madre campeón.
‑ Tas loco ‑ respondió Marcelo quitándole el vaso y secándolo de un trago - tus paisanos son capaces de quemar la Catedral, la Iglesia de la Compañía y todo en nombre de Dios y en contra de los españoles. ¡Quién los entiende carajo!
‑ Calla limeñito...eres un campeón pero nunca vas a llegar a nada. Soltó su frasecita y se deformó en esa carcajada irreproducible que le desencajaba la cara con las venas por explotar, le hacía latir la nariz, le desorbitaba los ojos inyectados.

La gente se movía de una puerta a otra y Quispe, el ayudante del barman, seguía llevando trago. Marcelo firmaba vales y seguía todo en primera fila. La luna ya estaba en lo alto, blanquísima en ese cielo negro que guardaba todavía algo del azul de la tarde. Apareció Elvin, barman del Cross, y al minuto Peter. Ya estaban todos juntos, "los buenos muchachos” reunidos como cada noche.

Las horas avanzaban y afuera la policía no atinaba a nada. Habían tratado de acordonar la Catedral y la Compañía pero no lo lograron y finalmente se les veía, a todos, departir en una sola masa compacta, discutiendo sobre el asunto. De rato en rato, alguien llegaba al bar con alguna novedad y ellos escuchaban las últimas noticias: que el avión había aterrizado en Lima, que el Papa mandaría un mensaje por televisión, que el obispo se había desmayado (otros decían muerto).

A las tres de la mañana la gente se levantó. Los de enfrente, seguidos de la multitud, se lanzaron contra la puerta de la Catedral que había vuelto a ser el centro de atención. Lo de los túneles había quedado desmentido totalmente. Alguien quiso subir una camioneta al atrio para tumbar el portón pero se atracó en las gradas. Apareció entonces un grupo con troncos y comenzaron a golpear las puertas enormes.
Despertados por el nuevo movimiento, los que seguían frente a la ventana pero ya distraídos, volvieron a prestar atención.

‑ La tumban carajo, ahora si que se armó el desmadre - dijo Marcelo medio preocupado, medio ilusionado.
‑ No campeón, mira, ahí llega la gloriosa y heroica Guardia Civil, se despertaron por fin, ahora si los barren a mis paisanitos -. Volvió a tronar la carcajada deformante de Juan Carlos.
‑ Mira, mira ‑ intervino Peter, frotándose las manos de frío ‑ un rochabús en la esquina, se jodieron.

El rochabús pareció tomar impulso y seguido de una nube de policías se lanzó sobre la gente. Los chorros de agua, más helada a esta hora, se estrellaban contra todos. Las paisanas empolleradas corrían o tiraban piedras. Los cholos habían desaparecido ni bien oyeron los gritos de la policía. Las balas comenzaban a sonar.

‑ La mierda loquito, nos llegó la Bastilla ¡Cierra las ventanas carajo!-. Saltó Elvin al tiempo que Quispe cerraba los tablones de madera sobre los vidrios.
‑ Huevón‑ gritaron todos y salieron disparados al tercer piso para aguaitar por una ventanita.

La gente ya comenzaba a dispersarse a toda velocidad y la Catedral quedó vacía. La plaza se limpió y ni los borrachos de costumbre aparecieron en el resto de la noche. A los pocos minutos lograron abrir las ventanas y todo se veía tranquilo, se quedaron tomando.

Mandaron a Quispe de mañana a comprar pan y tamalitos para el desayuno sabatino. Cuando volvió traía las últimas noticias.

‑ No era un condenado, parece que era un retrasado o enfermo que tuvo un ataque de epilepsia entrando a la iglesia y de ahí la gente comenzó a gritar condenado, condenado, dicen que el cura...

Le quitaron las cosas de comer y lo mandaron callar, destaparon unas cervezas que Elvin invitó generosamente y comenzaron a reconstruir la historia del condenado que contarían a sus amigos. Les dieron las doce del día tomando y Gerardo, con esa capacidad natural para la mentira, redondeo el final: "Al condenado se lo llevaron a la Compañía, pues los túneles sí existían, lo sacaron por el fondo de la calle Loreto y lo subieron a un avión que estaba esperando para llevarlo, no al Vaticano sino a Lima, donde el Arzobispo, pero nunca llegó porque el avión se estrelló". Dos días antes se había estrellado un avión al despegar, la historia cuadraba bien. "Se lo estaban llevando cuando un rayo le partió el ala y se sacaron la mierda".

‑¿Listo?
‑ Listo. Gritaron todos, más por cansancio y por la borrachera descomunal que por estar tan de acuerdo. Lo cierto es que nunca nadie vio al condenado pero ahora, esta historia es la oficial en la Imperial Ciudad del Cuzco.





La noche recién comenzaba

Una pequeña lámpara aportaba con su débil luz sombras a mi perversa fantasía realizada. Incómodas telas iban dejando paso a su piel que, cubierta mínimamente, no ocultaba nada sino que invitaba a imaginar, a confirmar.

Un par de vasos sobre una mesilla me hacían pensar en películas que nunca había visto y fascinado con el espectáculo no me animaba a actuar. Ella ya me había desnudado por completo y despojándose de sus pocas prendas comenzó a besarme por entero, deslizó sus labios por mis pies y tobillos, fue subiendo por mi pierna y lo inimaginable para mí se hizo realidad. Nunca había probado un placer semejante y dudaba si podría contenerme mucho más para darme íntegro. Levantó el rostro y me sonrió, yo seguía sin atinar a nada, me cubrió con su cuerpo, me colocó entre sus piernas...la noche recién comenzaba.

Tenía creo, once o doce años, ella tendría quince en esa época, se apareció en casa con un muchacho, lo presentó como su enamorado y apenas mis padres se marcharon, comenzaron a besarse como desesperados. Yo, desde la puerta de la cocina, los veía lleno de envidia. Entonces pensé que era porque ellos hacían lo que yo no podía. A los once años, flaco y con los dientes torcidos, con unos lentes tipo lupa, no imaginaba algún día en que lograría eso. Pero ahora sé bien que todo era envidia, sí, pero no por lo que yo creía entonces, no, era que desde aquella época la atracción por mi hermana Magali ya existía.

Ese sentimiento pareció dormitar largos años dentro de mí, tan sólo en algunas oportunidades se asomaba, pero la conciencia rápidamente lo batía en retirada. No sé si a ella le ocurría lo mismo que a mí, pero aunque inconfesable no puedo ocultar el placer que me producía encontrar su ropa interior lavada sobre algún cordel, pues el agua y el jabón nunca lograron desterrar del todo lo que imaginaba era su aroma, claro que inmediatamente alejaba esas prendas de ella y las convertía en las anónimas ropas de cualquier mujer que mi fantasía pudiera alcanzarme con menos dolor. Sí, porque todo aquello era terriblemente doloroso y fue por tanto un tremendo alivio la fascinación que me produjo mi primera enamorada, más que por ella misma porque me alejaba de mis fantasías, además, esto coincidió con el viaje de Magali a los Estados Unidos. Así que distancia y ajena ilusión supieron darme una tranquilidad que hacía mucho tiempo no gozaba.

Esa pasajera tranquilidad que tanto supe disfrutar no duró mucho, luego de un año o poco más de silencio, las cartas de Magali comenzaron a ser cada vez más continuas, nada me decía en particular o nada que alimentara mis sueños, es más, un par de veces me habló de muchachos con los que salía, pero siempre intuí un vacío en ella, uno que era similar al que yo sentía, pero simplemente no podía ser, no podía existir nada, no era la religión, no era la costumbre quien lo prohibía, era yo. ¡Por Dios! ¿Cómo podía siquiera imaginar eso, cómo podía? ¿Qué monstruo estaba creciendo en mí, qué clase de animal
llevaba dentro? Y sin embargo seguía siendo el buen muchacho, el excelente alumno, el que todos los domingos iba a misa, pero no como ellos creían sino en pos de una revelación, de una palabra que me despertara de la pesadilla en que se había convertido mi vida.

Extirpado de esa iglesia, de esas ideas puras y nobles con las que siempre había creído congeniar, me sentía terriblemente solo.

Poco a poco de los "te extraño" pasé, en mis cartas, a los "te necesito" pero siempre moviéndome en el terreno indefinido de lo abstracto ¿Cómo podía ser de otro modo?

La masturbación, el placer y el remordimiento eran lo continuo y la tranquilidad tan sólo una palabra sin sentido. Una carta despertó la ansiedad y la fantasía se desbordó como por las noches me desbordaba yo en mis más oscuros sueños; Magali me decía “vuelvo en unos meses xxxxxx (tachado en la carta) necesito estar allá, tengo mucho que compartir contigo, no sé si me entenderás y no estoy segura, siquiera, de decírtelo pero hay demasiadas cosas que me jalan hacia allá, espero que pronto pueda estar contigo" ¡Dios o diablos! No sabía a quien agradecer o encomendarme ¿Qué significaba esa carta? Bien podía ser la soledad, bien su añoranza de la familia, no había porque pensar en otra cosa. Pero, ¿y el vacío que se parecía tanto al mío? Podía haberlo creado yo en mi fantasía enfermiza ¡Diablos! ¿Qué estaba pasando?

Recuerdo el sudor frío que me cubrió inmediatamente cuando la vi aparecer en casa, su sonrisa que quise intuir cómplice pero luego sus bromas sobre mi barba incipiénte y lo flaco que seguía, la odié por eso. ¿Cómo podía burlarse sí yo...? Por Dios, ella no sabía, nadie sabía y yo simplemente debía de desaparecer de este mundo.

La navidad estaba cerca y una gran fiesta se organizó en casa, varios tíos y primos y mis abuelos aparecieron desde temprano. Creo que con tanto ajetreo hasta logré desviar mi mente hacia otros lugares. La fiesta se extendió hasta las dos o tres de la mañana y dos tíos con toda su tribu tuvieron que quedarse; como mis padres ya se habían acostado, Magali, como hermana mayor, organizó el alojamiento pero al fin cayó en cuenta que había contado a todos menos a ella.

- Arrímate Fabián... duermo contigo.
- Pero Magali...
- ¿Quieres que duerma en el piso? Arrímate idiota.

Imposible dormir, imposible cualquier cosa, conocía mis sueños, no podía evitar algo así de fuerte, no me servían para nada las encerronas en el baño ni las salidas en que emborrachándome como un tarado volvía mi furia hacia cualquiera. De pronto, cuando la veía con los ojos cerrados diez minutos, contaba los segundos con monstruosa precisión, sentí que su mano rozaba mi pierna y luego jugaba sobre mi pantalón de pijama, me voltee de modo de acercar mi cara a la suya y deslicé mi lengua desde su mejilla hasta los labios, mis dedos tocaron sus pechos
que se endurecieron enseguida pero un movimiento suyo y un gruñido dormilón me asustaron. No pasó nada más aquella noche y al despertar nada nos dijimos.

Los días que faltaban para el año nuevo estuvieron marcados por la frialdad y sin ganas para nada preferí quedarme en casa. Llegado el treinta y uno mis padres salieron por la tarde pues pasarían la noche en casa de unos amigos en la playa, Magali se alistó para salir pero yo que no dejaba de espiarla, alejado ya de cualquier remordimiento, fantaseaba lo imposible. Oí lo que conversaba por teléfono cerca de las diez de la noche:

‑ Rocío, no puedo ir, hay problemas en casa...
‑ ¿Ya lo sé, pero? ¿qué quieres que haga?
‑ No, ya te dije, ahora no te puedo explicarte más...chau.
Luego vino al cuarto y me dijo:

‑ Estos imbéciles a última hora suspenden todo.
‑ ¿Y ahora?
‑ Me quedo pues ¿qué más da? ¿Hay algún trago? De todos modos habrá que recibir el año ¿no?
‑ Creo que en la cocina hay ron...
‑ Entonces...con ron será­

Una botella entre los dos y su falda, la cortísima que se había puesto para la supuesta reunión, comenzó a deslizarse por sus piernas, torpes caídas y abrazos y una mirada cruzada que era imposible negar nos llevaron al cuarto. Ahí, una pequeña lámpara aportaba con su débil luz sombras a mi perversa fantasía realizada, incómodas telas iban dejando paso a su piel que cubierta mínimamente no ocultaba nada sino que invitaba a imaginar y confirmar...la noche recién comenzaba.




El niño compadrito

La luz de la bombilla de la entrada recibía a quién alejándose del frío de las calles se animaba por un trago. La tarde había caído hacía poco, el color azul oscuro que duraba en perfección unos cinco minutos, cedía ya a otro manchado de negro. Al fondo, los feos monstruos pintados de dorado de la pileta se perdían, por suerte, en esa oscuridad.

Sentía como los tablones astillados de la escalera le daban la bienvenida como casi todas las noches. La puerta del Cross se movía en suave vaivén con el aire y la música se abría paso para recibirlo. Pidió un trago y su cara cambió, Elvin se acercó a conversar, los miércoles no había demasiada gente. Del fondo de la barra llegó apagado el nombre del niño compadrito.

‑ Cuenta, cuenta, de repente me puede ayudar -. Le dijo a Elvin pensando que había escuchado antes algo de esa historia.
‑ ¿Ya estás creyendo en esas cosas?
‑ ¿No me dices que tengo que hacerme al ambiente, carajo?
‑ Ta' bien pero, ¿estás borracho?
‑ No jodas y cuenta, acabo de llegar. Quién te dice si me sirve para algo.
‑ Son tonterías, dicen que concede milagros. Es un feto feo, medio negro por el humo de las velas, parece un mono.

Impertinente como siempre, apareció Quispe para meter su cuchara en la conversación. Sus pelos hirsutos parecían trincharse más cuando algo lo apasionaba y la historia del niño compadrito, como cualquier cosa por el estilo, caía en ese campo folklórico en el que se sentía, en su condición de cuzqueño, obligado a orientar a los de fuera.

‑ Atiende a la gente, carajo ‑ le dijo Elvin, más por librarse que por necesidad.
‑ Pero si no hay nadie, el único borracho es éste.
‑ Más respeto ‑ dijo Marcelo estirándole el vaso ‑ llénalo y después hablas.
‑ El niño compadrito o niño Mario, como lo conocen otros ‑ no se había demorado ni un minuto en volver ‑, es como un feto negrito, su cabecita no más se le ve, bien milagroso es.
‑ Es un mono feo con peluca, un feto negro, feísimo.- Intervino Elvin, que más occidentalizado, no se tragaba esos cuentos tan fácil.
‑ Puta madre, ¿no será hijo de Juan Carlos?
‑ Puede que sí, feo, negro, sólo le falta chupar y reírse como mono de organillero.

Quispe se puso serio, “no jodan oye, no hablen así del niño compadrito, bien poderoso es, a mi tía le ha cumplido varios milagros, poderoso es el niño. No se jueguen así que les puede ir mal.” No paraba de hablar y de dar razones, de contar milagros y de advertirnos que "el niño es bien vengativo, por eso la gente le pide para causar daño a otros”. Que por no creer el arzobispo Vallejos se había matado en un accidente.

- Hola campeón – Juan Carlos entró y se sentó al lado.
- Quispe, corre, corre que llegó su padre para vengarse – dijo Elvin.
- No jodas, tu sabes que no es broma.
‑ ¿Qué les pasa a estos opas? Elvin ¿mi trago?
‑ Tú cuenta más bien.
‑ Ya pues hermano, fin de semana te pago, sino, aquí el campeón invita.
‑ ¿Tas bien cojudo tú, no compadrito?

La noche se había ido cubriendo y la neblina no dejaba ver mucho de la plaza desierta. Con las horas los clientes iban llegando y se acomodaban en las mesas, el humo denso remedaba a la neblina de fuera. El frío intenso era el mejor incentivo para refugiarse en cualquier lugar.

Elvin y Quispe se acercaban, de rato en rato, para seguir la conversación. Juan Carlos afirmaba con absoluta solemnidad que hasta donde él sabía no tenía ningún parentesco con el dichoso Mario o compadrito. Pero en tanto el alcohol iba surtiendo efecto y su cara se deformaba en carcajadas sonoras y horribles, más convencido de ello parecía Marcelo.

‑ Elvin, Elvin, míralo, míralo ‑ le dice Marcelo cuando una nueva carcajada comienza a asomarse ‑ igualito carajo.
‑ Préndele una vela a ver si hace algo, o al menos desaparece.
‑ Cuidado waiqui, ya te he dicho, el sábado te pago.
‑ Juanca ¿cómo fue eso del arzobispo Vallejos?
‑ Ahhh campeón ‑ soltó Juan Carlos echando la cabeza hacia atrás ‑, eso sí fue cierto, el cura se mandó de hacha contra el niño compadrito y se jodió.

Quispe quiso retomar su momento de gloria, su importancia como anfitrión oficial, pero Elvin de un grito lo mandó a limpiar mesas.

‑ Parece que un día andaba su señoría con los chicotes cruzados y se le ocurrió ir a la casa del niño. Cuando entró había poca gente pero todos calladitos le rezaban. El cura se enchivató y de un manazo se trajo al compadrito al suelo con velas, corona y manto sagrado incluido. Mis paisanitos no sabían que hacer, unos se plantaron delante de Vallejos y otros se quitaron no más. La dueña de casa, bravas mis cholas carajo, se le plantó delante y le dijo: "tu mal vas a recibir papá, el niño vengativo es”. Para qué habló, el cura se empinchó más y de un patadón tumbó los baldes con flores que fueron a parar sobre el niño y resultaron apagando la túnica que se había prendido con las velas, mal le salió el cuento.
‑ ¿Pero cómo fue eso del accidente?
‑ Sereno moreno, eso vino luego. A los pocos días, el Arzobispo tuvo que viajar a Abancay. No sé que mierda había pasado con el cura de allá, creo que un hijo le había salido al párroco.

No pudo seguir porque su cara se volvió a deformar bajo esa mascara negra que era su risa. La gente volteó a verlos por el escándalo y no supieron hacer otra cosa que pedir un trago más. Elvin los miró como queriendo saber que pasaba y Quispe aprovecho el momento para volver con su historia.

‑ Cuidado, miren que les puede pasar lo mismo que al Vallejos ese.
- Tranquilo hombre ¿Cómo hay que hacer para pedirle algo al santito? Mira que tengo un compañero jodido en el banco que quiere mi puesto, quién te dice si me ayuda.
- Primero no hay que burlarse – se aprovechó Quispe para dar su mensaje religioso regionalista -. Si le tienes fe el niño te cumple, le llevas unas velas negras, tres, y se las prendes; le rezas un padre nuestro y dos credos y al poquito tiempo, zas, te cumple el niño, pero eso sí, no le digas niño en su delante, tienes que tratarlo con respeto y decirle Mario.

Juan Carlos había caído en otro de sus clásicos silencios que mezclaban la borrachera con la nostalgia y la amargura. Quién sabe de que se acordaría pero al levantar la cara tenía los ojos rojos, mezcla inequívoca de lágrimas y alcohol.

‑ ¿Qué pasa campeón, le vamos a pedir un milagro al compadrito?. Mira que yo también tengo algunas deudas que cobrar por ahí, algunas almas que joder.

La María Angola, la gran campana de la Catedral, estaba muda a esa hora pero el reloj de la plaza marcaba ya pasadas las tres de la mañana. Un mendigo borracho dormía o se moría debajo de uno de los pórticos de la plaza. El frío, insoportable a esas horas, había hecho correr a todos a sus casas o a los bares y discotecas que todavía atendían. Un grupo de turistas borrachos pasó cantando a gritos. Todo era normal para una madrugada en la plaza mayor del Cuzco.

‑ Y campeón, ¿qué hacemos?
‑ Es muy temprano todavía ¿no? -. Respondió Marcelo mirando su vaso casi vacío.
‑ Sí pero, vamos a un barcito por el mercado, compramos unas velitas, nos comemos un adobito en el Dalmacia, y después vamos donde don Mario, a pedirle que nos arregle las cosas.
‑ Vamos pues.

Cómo aparecieron a las seis de la mañana, con las velitas en la mano, en la puerta del santuario que ninguno conocía, nunca quedó del todo claro. Lo cierto es que a los pocos días un ex socio de Juan Carlos se desbarrancaba en el camino a Abancay, en Quebrada Honda, el mismo lugar donde se mató el Arzobispo, y, además, que el compañero de trabajo de Marcelo lo había pasado por encima y ahora tenía que decirle jefe. Una de dos no estaba mal según Juan Carlos; pero eso sí, desde entonces, ninguno volvió a mentar al dichoso Niño Compadrito, no fuera que...


Han vuelto los trenes

Las campanas de la María Angola tañían sin cansancio y las calles barridas por un viento extraño se vestían de papeles y de hojas secas mientras los camiones cargados de muchachos paseaban su carga por las pistas adoquinadas rumbo a la estación.

La guerra había estallado, meses de reuniones, de cálculos y mentiras habían desembocado en su inequívoco destino. La gente de mi pequeña ciudad salía de su letargo, de su sueño amodorrado dispuesta con necia emoción a entrar en un sueño cruel y en otros casos eterno.

Mi mujer, parada en la puerta de casa, repetía la imagen de cien puertas, despedía con estúpida mezcla de alegría y orgullo a los que ya no volverían, en el mejor de los casos, iguales. Yo, postrado en esta silla de ruedas miraba desde la ventana de un oscuro despacho al que los primeros rayos del día no acertaban a entrar. Voltee y mis ojos repasaron, casi de memoria, algunos gruesos tomos de la biblioteca, pensé si no era ya suficiente la estupidez impresa en tanto texto de historia antigua y reciente. Un muchacho que corría apresurado por la calle, siguiendo el polvo de los camiones, alzó su escopeta de caza que apareció recortada contra el muro de piedra perfecto, antiguo, testigo también de otras guerras y me sonrió a la vez que gritaba algo sobre la patria, me di cuenta de que no, aún habían demasiadas páginas en blanco y nuestros jóvenes estaban bien dispuestos a llenarlas con la tinta que corría aún inmadura por ellos, aunque los moldes de esas letras los colocaran viejos, acaso tan inmaduros como ellos, pero con toda seguridad más irresponsables y crueles que el más desubicado de esos muchachos.

Así nuestra ciudad se fue despoblando, entre ancianos y mujeres, yo era el único hombre medianamente joven o en edad de combatir que paseaba sus ojos por aquellos muros que, lejos de la juventud, eran tan sólo cáscara de una fruta cuya pulpa había huido, recuerdos de una historia que algunos querían reinventar en busca de gloria.

‑ Lástima lo de sus piernas - me dijo el notario mientras protegía sus ojos de una súbita ráfaga de viento y tierra - por ello no puede usted participar de tan urgente aventura.
‑ Sí, es una lástima que tanto joven tenga... pueda.
‑ La oportunidad, dice usted, claro, pero no es una lástima mi amigo, es la gloria, es una oportunidad única.
‑ Sí, una oportunidad...los jóvenes siempre buscan una oportunidad...hasta para morir.

El viejo abogado partió sin despedirse, en su rostro se reflejaba desilusión y asco. Al parecer los últimos días y su inusual movimiento le habían hecho olvidar lo que yo era para todos ellos: un necio, un renegado.

Seguí moviendo mis ruedas rumbo a la estación por pura costumbre de ex maquinista pero al llegar no encontré a nadie, los trenes que partieron, con su carga de "carne de cañón" hacia la frontera, nunca volverían o, en todo caso, tardarían aún. Pensé que era demasiada mala suerte, tenía la intención de esperar su regreso sobre los rieles; en los últimos tiempos esta idea me seducía, qué ajeno encontraba el pánico de aquella tarde en que la vieja locomotora se salió de control y me cercenó las piernas.

La luz tomaba ya ese color maravilloso de azul metálico que sólo alcanzaba a durar unos pocos minutos, me detuve bajo uno de los pórticos de la plaza a disfrutarla y ya comenzaba a anochecer cuando me encaminé hacia la casa.

Quizá fue sólo idea mía pero me pareció que mi mujer se decepcionaba al verme volver, me conocía muy bien y quizá había adivinado mis intenciones aquella mañana.

Han pasado pocos días desde que los jóvenes partieron a poblar la frontera y de que la ciudad quedara casi vacía; las noticias que llegan desde el campo de batalla son contradictorias, las que se fabrican aquí, en cafés y redacciones, de victoria inminente. Aprovecho las noches para mirar las calles pues guardan aún el silencio de antes, la misma calma mentirosa que nos devora hoy durante veinticuatro horas. En el día queda poco espacio para la negación, todo escasea: la leña, el pan, la leche. La gente con cara magra sólo logra iluminarla cuando en las esquinas hablan de sus héroes y maldicen la cobardía del enemigo. Mi mujer me mira al atardecer e intuyo una crítica a mi falta de decisión, pareciera decirme: "si no hay trenes, si se llevaron todas las armas aún quedan sogas, aún un alto puente". No comprende la importancia de ciertas cosas, en algunos tópicos no se puede cambiar de artefacto tan sólo porque el resultado será el mismo. Yo sonrío pues comprendo su angustia, este pobre bulto sobre una silla andarina no se decide a marchar y, con seguridad, ella espera a algún muchacho que lo hizo hacia la frontera y que aún no acierta a volver. Es que también la conozco demasiado, acaso esa sea nuestra cruz, ya no podemos sorprendernos, ya ni peleamos, ¿para qué? Antes de cualquier discusión cada uno sabe los argumentos del otro y ambos, quién tendrá la razón esta vez.

Me desespera la lentitud en que todo se ha sumergido, los días se desgajan en la calle sin razón aparente, sólo para cumplir con el calendario. La luna se oculta tras unas nubes que parecen haberse detenido hace semanas en el firmamento y tan sólo deja una luz que, seguramente a muchos kilómetros de aquí, ilumina a un soldado pero no a la bala que está por destrozarle la cabeza.

Pasadas las primeras semanas la emoción se ha perdido y la gente parece comenzar a entender lo que la guerra significa; antes, en mi jaula de ruedas, disfrutaba viendo nuestro provinciano ajetreo, hoy, ya ni eso me queda.

Han pasado los meses, ha terminado la guerra, muchos han regresado y demasiadas muletas suenan en las calles empedradas, demasiadas flores cubren un nuevo cementerio, demasiadas puertas acogen negros crespones. Han regresado más viejos los muchachos, acaso más que mi amigo el notario. Mi mujer sonríe. Quizá ha vuelto su muchacho, tal vez esta vejez intempestiva que han sufrido tantos la haga sentirse menos ridícula con sus muchas canas, con sus carnes que comienzan a soltarse, con los años que le sobran o es tan sólo que un par de muletas prometen más que unas ruedas. Al abrir la puerta, un segundo antes de abandonar definitivamente la casa, le sonrío y ella responde de la misma manera. ¿Hace cuánto que no representábamos esta escena? Sonríe pues le digo y comprende:

- Adiós mi vida, también han vuelto los trenes...
‑ Adiós, creo que es lo mejor.
- Sin duda cariño, sin duda es lo mejor.




Q'ello Q'ello

Un vientesillo suave termina de barrer el canchón que en unas horas será escenario de la gran fiesta de la comunidad. Por un lado, y a lo lejos, se ve el pequeño valle que es necesario cruzar para llegar a Pisac. El sol frío de la mañana hace que los que han venido a preparar el ganado, la comida y las exposiciones se muevan rápido en su semisueño. La gran feria de Q’ello Q’ello es hoy domingo.

Abajo se logra distinguir la Plaza Nazarenas; su calle, Pumacurco, se ve más inclinada desde lo alto. Pero no tiene tiempo para hacer juegos mentales, ni siquiera para sentir nostalgia adelantada al pensar que en unos meses volverá a Lima. Berty lo espera para ir a la fiesta de la comunidad.

Antes de enfrentar la subida Atocsaicuchi, donde el zorro se cansa, se da tiempo para comprar fósforos en una tiendita madrugadora.

‑ Imagínese pues ‑ conversan dos mujeres ‑ habrá sido un sacrificio de esos jipis mamá.
‑ ¿Usted cree doña Carmen? ¿Habrán sido ladrones capaz?
‑ No creo, gringos serán, se vienen y con tanta cosa que se hacen se creen todos los cuentos y hacen sus sacrificios, dicen que a la luna ha sido.
‑ Una cajita de fósforos ‑ Marcelo interrumpe la charla.
‑ Ya papá, veinte céntimos.
‑ Así seguro habrá sido pues comadre - retoma el hilo la mujer ‑ lo han sacrificado al pobre y ahora dicen que asalto ha sido.

Llega jadeando, como de costumbre, a la recta de Carmen Alto. Se sorprende todavía de la cordialidad de los paseantes, que paisanos o turistas, saludan a todo el mundo. ¿Sabrán algo del crimen?

Los puestos ya están listos y los primeros grupos de comuneros comienzan a llegar, unos a pie, otros en camión. Unas primeras botellas de cañazo comienzan a aparecer mientras los organizadores, miembros de una ONG, les preparan la fiesta que ellos aprovechan, tanto para las ventas como para la diversión.

‑ Sabes algo de un asesinato en la Cueva de la Luna ‑ pregunta a Berty cuando ya están en el carro camino a Pisac.
‑ No, ¿ qué ha pasado?
‑ No sé, estaban hablando en una tienda de un asesinato o sacrificio, creo que se han cargado a un gringo fumón.
‑ ¿Será cierto? Ya sabes como hablan aquí.

Se queda dormida sobre su hombro; él, feliz, la mira alternando su rostro con el paisaje que le sorprende verde y claro, chispeado de rocío.

‑ Mamá, ha llegado el Joaquín diciendo que el gringo estaba sin corazón, parece que tampoco ojos tenía, segurito lo han sacrificado a la luna.
‑ Calla muchacho ‑ le dice la mujer que tras el mostrador continúa conversando la mañana con su comadre - eso trae mala suerte.
‑ Ve comadre, yo le decía, lo han sacrificado.
- Mentiras serán, ratito hace que ha pasado don Máximo, y su sobrino, que tiene un primo guardia, le ha dicho que robo ha sido. Parece que lo han encontrado ahí solito y se lo han sacado todo, pues.
- ¿ Y por eso lo han matado tan feo al pobrecito?
‑ Borrachos estarían pues.

Pisac los recibe febril como cada domingo. La feria semanal ya comenzó y un cielo bajo, azul de plásticos, cubre la plaza entera. Hace poco que han llegado y, antes de buscar un carro para la comunidad, pasean por sus calles estrechas. Él lleva su cámara tratando de apropiarse de recuerdos para el futuro, ella aprovecha para comprar pan y tomar desayuno.

‑ Mira, pan calientito. Compramos leche más allá y desayunamos de una vez. Después vas a tomar cerveza y no has comido nada.
‑ Eso sí, ‑ le responde ‑ arriba seguro que ya están Gerardo y Peter y ya sabes, aunque uno no quiera, no hay que despreciar a los amigos.
‑ Gracioso, como si tuvieran que rogarte.

El horno ocupa todo el pórtico de una casona vieja, es un inmenso domo negro de hollín. Una mujer vende un pan caliente que resulta más fotogénico que comible, pero vale la pena como experiencia. Un gato duerme al amparo del adobe caliente y, sacudiéndose, salpica de pelos el pan que acaba de salir. Consiguen un colectivo y en poco tiempo llegan a la comunidad.

‑ Salud doctor ‑ sale Peter de un puesto de exposición de ovejas ‑ pensábamos que no llegabas.
‑ Hace rato que estamos dando vueltas, además nos quedamos abajo comiendo rico pan de gato.
‑ ¿Pan de gato?
‑ Después te explico.
‑ Hola Berty, no te había visto.

Ella sonríe falsamente pensando "cuando se encuentran para chupar no se acuerdan ni de su madre"

‑ Hola Peter ‑ dice medio molesta.
‑ ¡Por fin! - Sale Gerardo del mismo puesto, una cholita desaparece rauda por el fondo -. Hola, hola Berty ¿Qué tal el viajecito?
‑ Bien, apretaditos, calientitos, oliendo todo el camino Auquenic # 5, la esencia de moda en los Andes - responde Marcelo.
‑ ¡Este!‑ atina a decir ella con un mohín de disgusto.
‑ ¿Qué hay del muerto?

El maestro de ceremonias está convocando ya a la gente frente al estrado. Los primeros premios van a ser entregados y la felicidad de los ganadores se baña en cerveza. Los perdedores esperarán, empapados en cañazo, para el próximo año. Anuncia que "en unos minutos, mis amigos, aperturaremos la competencia de chistes”. Pocos turistas han llegado hasta la comunidad que se ha vestido para la ocasión de papel de colores y puestos ordenados, todo organizado por un grupo de limeños preocupados, que más tarde, se olvidarán de la feria; el reto está salvado, se puede hacer empresa en los Andes.

La competencia de chistes resulta en realidad una competencia de insultos en quechua. Perdidos, sin entender el idioma, se dedican a tomar y a tratar de averiguar algo del dichoso crimen. El chofer que regresa de Pisac informa que han detenido a unos pocos ladrones, los mismos de costumbre, piensan. Luego de una cerveza cobra locuacidad y se anima a dar su docta opinión:

- Segurito que han sido los pishtacos que por andar provocando, los gringos, a los apus con su marihuana, lo han castigado sacrificándolo pues – mezcla todo enteradísimo.
- ¿Qué cosa?
‑ Claro pues, por eso los ojos le han sacado, y el corazón también, para venderlos después ha sido ¿sino? – sentencia.
‑ Peter, ¿éste no será pariente del Quispe? ‑ pregunta Gerardo chorreándose la cerveza por la camisa entera.
‑ Anda huevón ‑ interviene una voz inubicable ‑ éste está más perdido que nosotros, ¿qué tienen que ver los pishtacos, con apus y traficantes de órganos? ¿Esos no sacan la grasa?
‑ Ve tú a saber, la crisis y la modernidad lo cambian todo.

La fiesta parece llegar a su fin, algunas parejas se tambalean y ya nadie se acuerda de la razón de la feria, todo es trago y juerga. Perdidos en medio de un gentío de borrachos no ubican al chofer y temen no encontrar movilidad de regreso.

El viento comienza a soplar y la explanada se descubre sucia de botellas y de papel multicolor. Las reses y ovejas ya han desaparecido y pocos son los que quedan tambaleantes. La lluvia termina por correr a los sobrevivientes y el paisaje se torna en imagen cruel de fiesta acabada. Reina entre la pampa solitaria y los puestos de caña vacíos, tufo de alcohol y tristeza; no queda sino emprender el regreso.

‑ Elvin, cuenta por fin que ha pasado con el gringo muerto.
‑ Quién sabe waiqui, parece que por huevón se fue a fumar a la cueva y unos choros le han dado vuelta.
‑ ¿El cuento del sacrificio?
‑ Cuento pues, ya sabes, a la policía le resulta más fácil decir o creer eso y no ocuparse de nada y a la gente le encanta la idea.
‑ ¿No han llegado los otros? – dice. Mientras ocupan con Berty dos lugares en la barra vacía.
‑ No, todavía ¿Qué tal la feria?
‑ Tranquila, no hubo sacrificios.

En la tienda las dos viejas han vuelto a encontrarse y manejan una historia totalmente distinta.

‑ No le decía yo comadre, mi sobrino ha llegado de Pisac, donde trabaja de chofer y me ha contado la verdad.
‑ ¿Qué verdad pues ha sido, mamá?
‑ Que lo han sacrificado pues, los apus dice, molestos estaban y los pishtacos lo han sacrificado por hacer esas cosas. Gringos pues, que no saben en lo que se meten.
‑ Bien hecho entonces pues comadrita. Pero un ratito no más tengo, deme unas botellitas de cerveza que tenemos fiesta en la casa, mi hijo se ha aparecido con plata y con una cámara de fotos, linda es, va a tomar fotos a todos, americana dice que es la cámara, se la ha comprado ahora en la mañanita no más.


Llaves cruzadas

Las cosas no habían marchado bien el último año, en realidad no marchaban bien desde mucho tiempo atrás, así que el hecho de llevar el mismo saco de entonces tenía más que ver con ello que con la casualidad o la nostalgia, sin embargo, por esta vez me pareció conveniente: el mismo saco, el mismo lugar ¿Era también el mismo hombre? Acaso ahora podría responder.

El frío intenso me agradó, me despertó de un sueño más antiguo que el de la noche común y, de pronto, pareció que volvía en el tiempo. En las ciudades chicas las cosas demoran en cambiar, así que todo parecía seguir en su lugar. La mujer de la esquina, igual de vieja, seguía vendiendo cuatro cosas que para poco le servirían; las "niñas" o sus hijas continuaban ofreciéndose al mejor postor; el “Gato con botas”, borracho símbolo de la ciudad, se desparramaba en una esquina. Mi paso se tornó confiado, más sereno al sentirme de vuelta en casa, al descubrir que seguía siendo uno de entre tantos. Casi podía ver la entrada o, mejor dicho, la luz que salía del bar. Al otro extremo, la Catedral y la Iglesia de la Compañía dormían desde siempre, tan muertas como todas las piedras de la ciudad y, como muchos de sus habitantes, veían pasar los días y caer las noches sin razón más fuerte que la costumbre. La duda la llevaba dentro, así que sobra advertir que la sentí apenas vi la puerta. Los escalones rechinaron, la música sonó conocida, el vidrio roto me saludó como siempre...

Nadie me esperaba, me senté junto a la barra y una sonrisa desconocida alejó la nostalgia, "ahora no" pensé. Pregunté algunos nombres, ya no existían ahí, nadie los recordaba y la noche avanzaba, pero seguía siendo igual a mil otras noches, la compañía de viejos amigos me interesaba ya poco. La sonrisa renacía de rato en rato, yo mantenía mi respuesta. Tuve que arrojar la cajetilla de cigarrillos y buscar otra, tuve que entrar al baño y desalojar con violencia demasiados vasos de vodka y, si bien la lucidez no volvió del todo, lo presentí preferible. Las "llaves cruzadas" del local me parecieron de una bandera pirata o de un presagio.

La muchacha de la sonrisa ajena había reaparecido y ahora fui yo, embrutecido y audaz por el alcohol, quien le sonrió. Una mueca de disgusto se dibujó en su rostro; !puta!, dije en voz baja, y encontré más hermoso que nada en el mundo mi vodka cristalino y sin sabor.

Trozos de madera bien lijada por el uso formaban la barra, el sonido de bolas de billar aparecía como impertinente anticipo de algún grito de alegría mientras el humo del tabaco envolvía el salón, alguien se tambaleaba a la salida del baño y pedía disculpas al aire con ademanes farsescos. ¿Música? Sin duda que existía pero no llegaba a mis oídos más que como ruido sordo o como una reproducción gastada. Sin embargo, sabía que si la dejaba avanzar en mí, la noche se poblaría de recuerdos, mejor era detenerla.

En algún momento la muchacha se había acercado sin que yo lo notara, sentada a caballo en una silla me permitía acceder a un perfume barato y conocido.

‑ Borracho‑ dijo, sin mediar gesto.
‑ Puta‑ respondí.
‑ Dios los crea...
‑ Ellos se juntan.
Al decir esto no pude contener una sonrisa torpe pero sincera y la atraje hacia mí, se dejó llevar y sus labios húmedos, que a pesar del uso guardaban algo de frescura juvenil, se demoraron en los míos, agradecí sin palabras.

- ¿Vienes aquí seguido?

Recién prestaba atención a su voz y me sorprendió su calidez aunque supuse un bien fingido arte, ella sabía que no frecuentaba el bar o que era una suerte de borracho pródigo, ahora jugaba en su cancha; pero no era momento para pensar esas cosas, era momento de abandonarse.

‑ ¿Por qué? - respondí.
‑ Me invitas de tu trago - dijo con el vaso ya entre las manos; una uña descolorida rozaba el borde y preferí apartar la vista.
‑ Claro - dije, y terminé por cerrar los ojos en busca de algo que nunca llegó.

Me llevó a su cuarto, prendió una luz que hubiera sido preferible dejar como estaba, me extendió una botella y yo un billete. Me maravilló esa cerrada comprensión a la que habíamos llegado desde un inicio. Se agachó y mientras yo bebía a pico abrió totalmente mis pantalones y sentí como si el liquido que entraba por mi boca y bajaba raudo, no durara lo suficiente en mi cuerpo, le extendí otro billete y me sonrió con su boca más húmeda todavía.

‑ Borracho – repitió.
‑ Puta.

Luego de unos segundos de fastidioso silencio se sentó sobre la cama y cerrándose la blusa con ambas manos me volvió a hablar.

- Yo estudiaba, ¿sabes?, pero un tipo me engañó y justo cuando nos...
- Por favor – me irrité – ahora no, no es necesario, en verdad...¿O quieres que empiece con mi triste historia?
‑ Borracho idiota...

El colchón olía mal, a guardado, a humedad, a cuerpos. La noche comenzó a sentirse más fría, más grande y me dije que todo había sido una estupidez, que hubiera sido preferible una sana borrachera y esperar algún recuerdo agradable en una canción rezagada ¿Qué había buscado con todo esto, a quién? ¿Qué podía encontrar ya? Pero el desgano, cuando es total, no da ni para cambiar, no atina ni a convidar al movimiento, así que preferí quedarme. Le pedí que apagara la luz y jugué con su cuerpo, la penumbra disimulaba los errores. La tendí sobre la cama y le hice el amor como un cretino tratando de aprovechar al máximo el dinero que ya había gastado.

Al día siguiente la busqué, no estaba, pregunté por ella en el bar pero nadie parecía recordarnos ya, no acertaba a rehacer su rostro en mi memoria. Volví a mi hotel y sentado sobre la cama miré la sombra que se dibujaba en la pared blanca, la juventud había huido nuevamente.

Horas más tarde volvía a emborracharme sin remordimientos y sin ganas, repetí la escena mil veces hasta olvidar la razón o perderla del todo y esperé que las puertas se abrieran para dar el siguiente paso en la caída.


Bajo la plaza

Era una de esas tardes de domingo en que Marcelo, con ganas de no ver a nadie, terminaba armado de algún libro consumiendo litros de capuccino en el Varayoc, un acogedor café cerca de la Plaza Mayor del Cuzco. Tomó uno de los diarios y la noticia de la semana ocupaba la primera página y varias interiores. Habían descubierto, al parecer, ruinas incas en el subsuelo cuando reparaban la pileta de la Huacaypata.

A medio día Peter y Kike se encaminaban a la Catedral. Un amigo de Kike les había ofrecido enseñarles unos pasajes secretos, catacumbas o restos incas, que quedaban bajo la plaza. Ellos soñaban que fueran los mismos que habían despertado el interés de toda la ciudad.

‑ Chino ¿pero cómo diablos vamos a entrar?
‑ Pepe trabaja con los curas hace años y me ha dicho que es fácil, sólo hay que ir por una puerta sin uso de la sacristía y de ahí él nos guía.
‑ No creo, debe ser una cojudez, sino todo el mundo conocería...
‑ Los curas no quieren decir nada y por eso no se sabe, además se abandonaron las excavaciones hace años porque encontraron algo, fetos creo, y eso podía traer cola, pero la gente de ahí sabe pues.
‑ No creo.
‑ ¿Quieres ir o no? Pero eso sí, nada de cámaras, si los curas se enteran lo cuelgan.
‑ Ya carajo, para lo que va a ser esa farsa.

La Catedral está poblada de gente. En la oscuridad interior el frío reina sin asomo de calor o calidez. Los santos, opacos por el humo de las velas, no aportan mucho ánimo. El templo cumple un papel extraño, hacer sentir al hombre inseguro, despojado de todo, necesitado de todo. Una anciana entra con un pequeño que la sigue a rastras.

‑ ¿No te decía carajo, ahora me crees? -. Kike reprendía la incredulidad de Peter mientras avanzaban, guiados por un tal Pepe, entre habitaciones que parecían cerradas o selladas desde su construcción.
‑ Sí, sí ‑ asentía Peter‑ pero ojo que todavía no veo nada extraño y esto no llega ni a catacumbas de San Francisco.
‑ Espera carajo que ya vamos a llegar.
‑ Por favor, silencio que arriba está el altar mayor, de aquí en adelante tenemos que avanzar callados, cuidado con las vigas, mejor no tocarlas. ¿Han traído la plata, no?
‑ ¿La plata? ‑ preguntó casi en silencio Peter al Chino.
‑ Sí, ‑ respondió Kike y añadió sólo para Peter ‑. ¿No creerás que esto es gratis, no? Ya después arreglamos.

Continuaron en absoluto silencio y alumbrados por linternas tenían tan sólo la oscuridad por paisaje. Pepe, que se movía seguro por esos pasajes que comenzaban a ser cada vez más angostos, había anudado como si fuera un héroe griego, una punta del ovillo de lana que traía a una viga que parecía firme.

- Cuidado con romper el hilo, de aquí en más son todo como laberintos, no se separen de mí y si se sienten mal no se asusten, el aire está medio enrarecido, pero no es peligroso, sólo atonta un poco.
‑ ¿Y que hacemos?
‑ Nada, se sientan un segundo y pasa, no es para tanto, sólo es cuestión de no agitarse.

La tarde iba pasando y la información del diario era bastante vaga. Unas paredes incas, que podían ser de la antigua plaza o de un palacio destruido, se habían encontrado al destapar las losas junto a la pileta. Al parecer algunos cronistas, ninguno realmente importante, hablaban algo de eso. Como esperaba, nadie conocido había entrado al Varayoc en la hora y media que llevaba sentado ahí, aburrido ya de la noticia sobre las dichosas ruinas, leía su libro.

Las pisadas suenan apagadas y el murmullo de los fieles se confunde con la misa que los parlantes viejos distorsionan. Los santos atraen más gente que el altar mayor. El monótono barullo de cuchicheos se rompe con un jarrón que cae al suelo haciéndose trizas.

El niño silencioso observa arrobado la figura de un santo a caballo, su mente ya lo ha montado y cabalga libre; la vieja sigue rezando letanías sin fin.

Los pasajes se enredaban y parecía más lo que retrocedían que lo que avanzaban, a cada momento había que retomar el hilo y volver atrás para intentar otro camino. Por momentos, tenues ruidos se escuchaban sobre sus cabezas y Pepe informaba que debían estar ya bajo la pista que separa a la Catedral de la plaza y que esos ruidos seguro eran de carros.

‑ Carajo, a este paso vamos a salir al baño del párroco - dijo Peter ya algo fastidiado por caminar en la oscuridad sin localizar una sola pared de piedra que pudieran identificar como inca.
‑ Cállate mierda, yo he pagado, así que tu no pierdes nada.
‑ Sí, pero éste nos está haciendo cholitos paseándonos por cualquier lado.
- Ahí está ‑ se oyó la voz triunfante del guía.

Lo que la luz hacía visible era una pared de piedra, lisa como un papel y sellada cada piedra con perfección.
‑ Aquí comienza lo bueno.
‑ ¡Ay carajo! Creo que tenías razón chinito.
‑ Ya, para que luego no andes diciendo boludeces.

El hilo se iba estirando y el piso que hace rato era de tierra y por momentos de laja, apagaba sus pisadas. Era claro que hacía años que alguien había trabajado aquí y también que cualquier investigación se había abandonado hace mucho. Peter trataba de recordar alguna noticia o alguna historia familiar sobre excavaciones en la plaza o en la Catedral pero no venía ninguna historia en su auxilio. La caminata se hacía pesada por el poco aire y eso le invitaba al silencio antes que a saciar su curiosidad preguntando, más de lo indispensable, a Pepe o a Kike.

La gente pasaba apurada por la lluvia que había comenzado a caer media hora antes y el café se iba poblando. Temió encontrarse con algún conocido pero hasta ese momento iba con suerte, ninguno se había aventurado bajo esa lluvia torrencial y eran sólo turistas perdidos los que se encontraban refugiados en aquel lugar. El humo que llenaba cada rincón parecía dar una mayor sensación de calor que la verdadera. Una cara se asomó pegada a la ventana, falsa alarma, no era a él a quien buscaban. Estiró los brazos y se levantó un rato, volvió a la mesa, pidió otro capuccino, revisó su libro. Bien, pensó. Faltaban sólo treinta páginas.

‑ Chino ‑ se escuchó con una réplica de ecos apagados la voz de Pepe ‑ no te separes.

Kike se había internado por un pasaje lateral y habían tenido que desandar unos metros para encontrarlo. Al sonido de la voz se escuchó un ruido secó y algo de polvo se levantó a los pies de Kike.

‑ ¡Carajo! ¿Qué haces? ‑ gritó Pepe.
‑ Nada hombre, casi me caigo.
‑ No te digo, esa parte nunca la he explorado, no vayas a sacarte la mierda y aquí te quedas.
- Ta’ bien, tranquilo hombre.
‑ Ya debemos estar cerca a la plaza, aquí había unos depósitos incas, se guardaban joyas y comida para ceremonias, por eso hay pasadizos y cuartitos, cada cosa tenía un lugar específico y no era cuestión de acumular todo en un canchón. El sacerdote entraba y salía con una cosa a la vez, las ceremonias duraban horas. Se selló cuando los curas y los españoles decidieron borrar los lugares sagrados para que los indios no anduviesen haciendo pleito.
‑ ¿Pero no era depósito? ‑ preguntó Peter.
‑ Sí, pero depósito sagrado. ¿Cuándo has visto sino uno con cuartitos y tanto recoveco?

Un hilo de tierra caía adelante, y la humedad del ambiente hizo presagiar a Peter y a Kike lo que temían desde poco después de encontrar los primeros restos de piedra.

‑ Bueno ‑ sentenció Pepe ‑ hasta aquí llegamos, las filtraciones de la lluvia están jodiendo todo esto, un día se va a venir abajo y no quiero estar aquí.
‑ Pero...
‑ Nada, para atrás, mira como se cae la tierra. El agua está cada vez más jodida, antes se podía avanzar hasta lo que parecía un patio, pero estaba ya tapado, de repente era la salida, pero ni modo, además, lo que sigue ya es igual.
‑ ¿Seguro que no podemos avanzar un poco más?

Un bloque sólido de piedras y tierra se desprendió y cayó detrás de ellos como única respuesta. Los tres se cubrieron la boca y cerraron los ojos, la tierra seguía cayendo. Una piedra alcanzó a Kike en la cabeza y la desesperación apareció por fin.

‑ Tranquilos carajo ‑ Pepe retomó su papel de guía.
‑ Ya pasa, ya pasa ‑ casi gritó Peter.

Era cierto, ya no caía más tierra y el polvo comenzaba a asentarse; siguiendo el hilo, y en silencio, comenzaron a caminar.

Los ojos son heridos al dejar la Catedral, la luz del día recibe a la gente que deja atrás la semipenumbra de altas arañas y cortas velas. Un nuevo grupo compra cera e incienso, el círculo vuelve a comenzar.

La anciana se descuida y las palomas perezosas de la plaza saben de la vitalidad reprimida del niño que corre tras ellas.

Previsor sacó Marcelo un segundo libro del saco, estaba visto que el domingo sería cultural. De pronto vio que Peter y el Chino entraban, seguro que con la misma intención que él, no encontrarse con conocidos. Al descubrirlo al fondo, se asombraron un poco y luego de dudar se sentaron en su mesa nerviosos y sucios de tierra.


- Petersín, señor Nakamura – intentó una broma -. ¿Dónde han estado?
‑ Ni nos creerías.

Sobre la mesa todavía estaba el periódico con la noticia de las ruinas bajo la plaza.

‑ ¿Le contamos?
‑ Bueno - aceptó Kike sin ganas.

Luego de media hora ya sabía tanto como ellos. Los detalles, aunque pocos, habían sido narrados con la emoción de haberlos vivido instantes antes y con la exactitud que da el tiempo breve del hecho y no la distancia que asegura el invento y la farsa.

‑ ¿Pero cómo saben que era abajo de la plaza y que era inca?
‑ No sé si era abajo de la plaza, pero inca era carajo ‑ dijo Peter, fastidiado por la duda que tenía más de envidia que de otra cosa.

Kike, por única respuesta, sacó del bolsillo y puso sobre la mesa un pequeño dije de oro con forma de llama.

‑Lo saqué cuando me fui por el otro camino, estaba debajo de una laja, ¿te acuerdas?

Peter recordó el momento en que Kike se había separado, el ruido, el polvo levantado del suelo, pero la duda se inició también en ese recuerdo. ¿La llamita había salido de esos pasajes o él la había llevado de fuera y aprovechado el momento para fraguar la mentira? Tres años después todavía sostiene lo mismo y la moto que compró días después habla en favor de su historia, de las dichosas ruinas nunca se supo más, del guía tampoco.



El mirador de la ciudad

Salí de casa rumbo al aeropuerto a recoger a un amigo ignorando que su viaje se había suspendido. Mientras lo esperaba y buscaba entre la multitud de viajeros, la imagen de aquel hombre borró de un sólo golpe todo pensamiento previo.

Había llegado a esta ciudad enajenado. Su mirada perdida al bajar del avión podía haber significado muchas cosas: distracción, frío, un recuerdo hermoso que trataba de conservar unos segundos más, un amor que terminó de esfumarse hace ya tiempo o cuántas otras cosas. Era acaso la mirada de un solitario, pero yo no me engañaba, sabía, supe desde un inicio que no era un solitario sino un hombre solo.

Desde el instante que lo vi, flaco, ojeroso y algo apagado o con algo que se había apagado en él, sentí que cualquier significado que pudiera, arbitrariamente otorgarle, sería ridículo. Sus pasos cansados pero firmes a la vez indicaban que ya no había, para él, vuelta atrás, que todo iría en la misma dirección y que ni él ni nadie podría cambiar ese destino que parecía fabricado tan fina y pacientemente a lo largo de los años.

Disfrutaba por entonces de un par de semanas de vacaciones que habían sido retrasadas sin un porqué claro. Sin más que hacer me dispuse a observar el derrumbe de ese hombre, un poco por curiosidad, un poco por morbo, para qué negarlo, y otro tanto, por conocer el camino que todo hombre sensato debe guardarse de seguir. Me sentía como el reportero o cronista de la miseria humana, de esa forma que a todos, en mayor o menor grado, nos envuelve.

Fui descubriendo lo que parecía su más recurrente pasatiempo, entrar en cuanto museo encontraba en su camino ¿Era acaso un profesor caído en desgracia que recordaba la época en que fungía de guía ante sus alumnos? ¿Era un loco que se pretendía "culto" turista? Entrar en esos lugares suele ser una experiencia extraña, se ven cosas del pasado, cosas muertas y ajenas, salvo, claro está, para aquellos que como el turista aceptan creer que entran en contacto directo con una gran cultura, un gran conocimiento que muchas veces no es otra cosa que una mentira adornada, ordenada y desinfectada para ellos. Pero ese hombre no era así, luego de un primer recorrido terminó por frecuentar tan sólo un descuidado y pequeño lugar, el Museo de Historia Natural de nuestra universidad.

Después de muchas entradas y salidas que me tuvieron francamente aburrido, pues como el común de los mortales, si había que entrar en un museo prefería los grandes y hermosos donde la historia, verdadera o falsa, eso no le interesa a nadie en realidad, está expuesta de manera ordenada y digerible, descubrí lo que le atraía de aquel. Eran las especies marinas, viejas y apolilladas, las que parecían despertar una fascinación inexplicable. Frente a esos estantes sus ojos cobraban un brillo que me hizo temer que mi paciente labor de observador en pos de la historia de autodestrucción y derrumbe quedara trunca. Pero era sólo un espejismo, a ese hombre ya nada terrenal o celestial podía apartarlo de su camino.

Pero ¿por qué sentía esa atracción por el mar? ¿Había sido acaso marinero o pescador? Sus manos delicadamente conservadas a pesar de los años negaban esa posibilidad. ¿Había sido entonces tan sólo uno de esos ingenuos románticos que no hacen sino observar las olas y que se emocionan y enternecen y se pierden sin atreverse a vivirlas, a entrar en ellas, esos que dan la espalda al mundo que, literalmente detrás, sigue sin detenerse y sin regalarles la mínima atención?

Mientras él parecía absorto en sus recuerdos y fantasías, observé en una esquina olvidada del museo una serie de frascos que acaso la mano piadosa del encargado había sabido alejar de la vista de la mayoría. Sumergidos en un líquido espeso, una serie de fetos humanos que iban desde las pocas semanas hasta varios meses, flotaban inmóviles. Una singular sensación recorrió mi cuerpo y una verdad irrefutable me asaltó, yo había sido así y mi sujeto de observación también. ¿Por qué entonces colocarme tan lejos de él ahora? ¿No estaba yo siguiendo sus pasos? ¿Importaba que lo hiciera como un simple obsevador o como un compañero de ruta? ¿Estaba yo también infectado del mismo virus? ¿Era yo sólo el observador o él también...? ¡No, no! Era yo el observador, era yo el cronista y si por algunos segundos me había sentido parte suya fue por simple compasión, por no dejarlo solo o por asumir que yo, como él, pertenecía al mismo genero humano, aunque a razas o castas totalmente distintas.

Esa noche lo dejé libre, que vagara, que deambulara por la ciudad a su antojo, sin testigos, sin historia que guardar. Fui a casa y me bañé, me arreglé y dispuse mentalmente algunas alternativas de diversión que hacía mucho tiempo había dejado de lado. Al salir y recibir el aire frío y seco todos mis planes parecieron desaparecer y lo único que me provocó fue tomar un café, fumar un cigarrillo y desenterrar alguno de mis viejos libros donde, tal vez, entre antiguas anotaciones y subrayados podría encontrar algo de aquella época en que eran una compañía valedera. Cuando entré al café quedé horrorizado, ahí estaba él, sentado frente a una taza humeante, pareció sonreírme. No podía creerlo, no podía ser sólo una coincidencia, yo nunca iba a ese lugar, o al menos, hace mucho no lo visitaba.

¿Qué hacía ese hombre ahí? ¿Acaso me esperaba? ¿Era, como había temido y negado demasiado pronto, realmente yo el sujeto observado? Salí apresurado, caminé unos metros y luego me eché a correr hasta lo que llaman el balcón o mirador de la ciudad. Jadeante, con la vista nublada por el esfuerzo, comencé a mirar detenidamente las calles empedradas que llegaban hasta el lugar. Como un soldado vigilaba las posiciones por donde mi enemigo podía sorprenderme.

Pero, ¿qué me estaba pasando? ¿Por qué me comportaba así? Todo había sido un juego iniciado por mí, un juego sórdido tal vez, pero un juego al fin. ¿A qué le temía? La solución era sencilla, si el juego ya no me atraía debía dejarlo y todo arreglado. ¿Por qué me torturaba con estupideces, con ideas reñidas totalmente con la razón? Prendí un cigarrillo y me reí con desgano. La ciudad continuaba quieta, las calles en su lugar, la plaza caminada por algunos turistas, el cielo estrellado, nada había cambiado, era sólo yo el que se había impresionado sin motivo. Decidí volver a casa y dormir. Podría decir que en el camino casi quise sentir una mirada perseguidora en la oscuridad pero no era nada, nadie me seguía, llegué a casa y dormí toda la noche.

Dos días de aburrimiento e igual número de noches de farsa amorosa sirvieron para olvidar al hombre de mi estudio y devolverme a la rutina. La tercera mañana, sintiendo ya cerca el final de mis cortas vacaciones decidí retomar, sólo por curiosidad, mis pesquisas, pero el hombre parecía haber desaparecido. Sentí en varias oportunidades miradas a mi espalda pero nunca encontré nada, nunca lograba descubrir el lugar exacto de donde parecían desprenderse esos dardos que tanta desazón causaban en mi animo.

Una noche, al regresar a casa, sentí nuevamente la mirada y volteé pero nadie huyó de mi búsqueda, el hombre estaba ahí, parado en una esquina. Parecía satisfecho de haber sido descubierto, sonrió levemente. Recordé los frascos que contenían fetos, que contenían nuestro pasado común; se dibujó en mi mente la escena del café que era ya parte de un presente conjunto. Él seguía parado y una delgada columna de humo se desprendió de su mano, miré la mía y arrojé instintivamente mi cigarrillo, el hombre volvió a sonreír satisfecho y se marchó lentamente. Quedé, por unos instantes, sin aliento. Pasado común, presente común ¿Tenía ello que conducirme a un destino similar? ¡No! Grité enloquecido, corrí nuevamente al mirador y traté de revivir las ideas liberadoras que allí había tenido, pero no era sólo el museo y el café lo que nos unía. De pronto, comencé a revisar mi vida, mi pasado sin ambiciones, sin esfuerzos por alcanzar unos pobres sueños, mi soledad forzada de los últimos años, la separación de unos pocos amigos, el alejamiento de mis libros marcados. Traté de imaginar un futuro distinto, juro mil veces que lo intenté, pero sólo pude ver a un viejo y a un muchacho necio y pretencioso observándolo a lo lejos y luego siendo observado por él.

¿Cómo había podido equivocarme de esta manera? ¿Cómo había podido ser tan estúpido para abandonar mis sueños pequeños pero míos? ¿Cómo me había embarcado en esto?

Un golpe seco fue lo que se oyó luego, pero ya no era yo el que lo oía, yo sólo veía a lo lejos, desde abajo y con los ojos cada vez más nublados por el llanto y la sangre, un viejo balcón, el mirador de la ciudad.

Días después me recuperaba en un hospital, seguramente él aún me esperaba afuera para terminar su trabajo. No fue necesario aguardar tanto, el primer día que pude levantarme de la cama y acercarme al baño lo reconocí, magullado por los golpes y pálido, aunque quizá con algunos años de menos, en la imagen que el espejo me devolvía sin tapujos.

martes, diciembre 05, 2006

Noche de ronda en Bath


Noche de ronda en Bath
Tu cuerpo lo recuerdo, o lo invento, pequeño, más delgado de lo que hubiera querido que fuera: pechos incipientes, cintura delgada pues otra cosa no podía ser. Tus piernas delgadas también y tu rostro... ¿Cómo era tu rostro? Pelo corto, ojos... no recuerdo tus ojos y eso es grave.

Te dije que eras bonita y lo creíste. Claro está que antes había jugado al indefenso, al incómodo por mi edad y había dejado que jugaras tu gran aventura, que pensaras que manejabas todo. Por eso me creíste, pues, si mi imaginación no me engaña, pocas veces habrías escuchado esas palabras.

Me había burlado de mí, insinuado que la falta de luz me favorecía, que ocultaba mis canas y una que otra arruga. Eso sí te lo decía en serio, pero con la calculada intención de que lo negaras. Sin embargo, te sonreíste y me dijiste que sí, que seguramente era así. Pensé en volver a decirte que eras bonita, esta vez creyéndolo algo al menos, pero preferí sonreír.

La noche había empezado tranquila, unos tragos habían sido suficientes para sentir que esta ciudad extranjera podía ser un poco mía. Era la ilusión del borracho que sueña que todo será distinto, que esta vez tomará con moderación y partirá a tiempo. Ya no me acosaban las escenas de la llegada del Zambo, cuando, de no ser por él, hubiera muerto en una discoteca, aplastado por un novio celoso e increíblemente grande; ni la golpiza – esa vez no había tenido responsabilidad alguna- que recibí, supongo, por ser latino donde no podía. Ahora estaba entero y feliz, el bourbon con Coca Cola, que aquí ofendía tanto, me había puesto en ese estado de conciencia donde todo es posible. Probé: “Quien no recuerda esa edad, llegados los dieciséis, cuando queremos tener algunos años de más”, perfecto; sin embargo, y por las dudas, continué: “...treinta y tres años nada más, son media vida, treinta y tres años que se van...”, nada, ni mi reciente cumpleaños, ni la decadente canción de Julio Iglesias surtían efecto contrario.

Un partido de rugby era el centro de atención en el bar y mi esquina, la más distante desde la paliza innecesaria e inmerecida, permanecía tranquila. Una mirada, que por momentos identificaba como provocadora, comenzó a parecerme recurrente, así que opte por responderla con una elevación de cejas que quería decir “bueno el partido, ¿no?”; por suerte, mi mensaje fue bien entendido o mi lectura mal realizada, pues nada pasó.

Una palmada, cuando el partido ya había terminado, con aplausos de mi parte para pasar desapercibido, me regresó desde dentro de mi vaso casi vacío. Era Douglas.

¿Dónde terminamos la noche?
La noche recién empieza, Douggy.
Ok, ¿veneno?
Se agradece.

Al poco tiempo reaparecía con un escocés puro, y un bourbon con Coca Cola para mí. Charlamos un momento sobre el partido y salimos. Descartamos dos o tres discotecas, pues ya no era persona grata en ellas --habían resultado quisquillosos los británicos-- y recalamos en una que, años atrás, había sido el boom en Bath.

Y ahí apareciste tú, diecisiete dijiste y yo me sonreí. No recuerdo si fue entonces o después, acaso haya sido ahí, cuando por provocar a mi suerte te dije en esa bondadosa oscuridad que nos acogía:

¿Diecisiete? Por favor, yo puedo ser tu padre.
¿Qué edad tienes?- preguntaste entre estúpida y coqueta.
Treinta y tres - te dije, sin mover las manos de tus nalgas. Tú ya me habías besado minutos antes sin previo aviso y parecías sentirte cómoda así.

Desabotonaste algo mi camisa y acurrucaste tus labios como si yo fuera tu nido. Toqué tus pechos, pero parece que no habías leído a García Lorca y nada se despertó ahí, en esos pechos pequeños, pero agradables al tacto. Hablamos algo, lo supongo más que recordarlo. Le sonreíste a alguien y, siguiendo con esa imagen de desamparo que tanto parecía gustarte, pregunté quién era. Una amiga, respondiste, instantes antes de darte la vuelta y bailar con el trasero pegado y tu cabeza regodeándose en mi pecho.

¿Quieres que baile con nosotros?
La verdad me encantaría.

En realidad era una gordita más buena gente que otra cosa, pero la idea me resultó fascinante para esta noche que había ido creciendo de la nada. Volviste en un instante para decirme que no quería, te pedí que insistieras, pero finalmente tuve que conformarme solo contigo. Quizá sumando las edades esto no sea delito, te dije, pero lo hice en español y no me entendiste. No quise explicarte y te colgaste de mi cuello con una gracia que si hubieras sido bonita me hubiera ilusionado para toda la vida.

Bajaste las manos y me apretaste contra ti, aunque la canción no ameritaba tanta proximidad. Acercaste tus labios para que yo los alcanzara y no te dejaste separar un buen rato. Creo que era feliz entonces.

¿Me esperas un minuto?, tengo que ir al baño - me dijiste bajando un dedo por mi pecho y separándolo antes de llegar al penúltimo botón.
Te espero toda la vida - respondí con una palmada.

Para alargar la noche me acerqué a la barra y pedí un agua mineral, pero no había dado el primer sorbo cuando Douggi se acercó y me dijo que la noche no pintaba, que fuéramos a otro lado.

Yo pago tu veneno - me dijo, al notar un asomo de duda.
Tú serás el culpable - respondí.

Todavía pude verte en la cola del baño, levanté las solapas de mi sobretodo y salí sin prisa.




Fuera de tiempo


Al despertar, la boca pastosa, la cabeza latiéndome de dolor, el estómago revuelto, sostenían trabajosamente el recuerdo que flotaba en mi mente.

La noche anterior, como a las doce, cansado de dar vueltas en la cama, fui a sentarme a la sala y puse sobre la mesa una botella de vodka. Un poco de música ahuyentaba el silencio exterior; el otro, seguía igual. Recuerdo dos campanadas en el reloj de pared y la botella a la mitad. Poco después de la tercera campana recuerdo un timbre, aunque no puedo precisar si era de la puerta o del teléfono. Supongo que todo lo que siguió fue producto de la borrachera: sentado en el comedor, cosa que fue cierta pues encontré puchos de cigarro por la mañana, estuve conversando con Fernando, algo por demás imposible ya que él ha muerto hace cinco años; hablamos de cine, de estudios, de mujeres.

Ahora, mientras tomo el tercer café de la mañana con la idea improbable de recuperarme o sentirme, al menos, un poco mejor; mientras las letras del periódico aún se mueven a su antojo, pienso que ha sido bueno volver a conversar con él, siempre dije que seguía vivo en mi recuerdo y anoche lo he comprobado.

Ha pasado la Navidad y sus luces, su olor a pólvora y su gasto. Ha pasado el año nuevo y su fanfarria y, en mi rutina de hace semanas, de bebedor nocturno, he vuelto a tener el mismo sueño. En la terraza de la casa, que un amigo me ha prestado en la isla de Pucusana, disfrutando del mar, aunque sea básicamente de esa espuma amarillenta, una botella de Stolichnaya ha pasado a ser parte de mi cuerpo y, otra vez al despertar, he tenido la viva sensación de haber estado la noche anterior conversando con Fernando. Lo recuerdo caminando por el malecón y acercándose a mí sin apuro. Hablamos de todo un poco, de la playa, del colegio, de sus padres, de la muerte de Cousteau, pero ahora, al tenderme al sol luego del primer baño de la mañana, me parece recordar, aislada entre todo lo hablado, una pregunta suya: "¿Todavía no te das cuenta?". Aún no logro encontrar sentido ni significado a su pregunta, quizá porque últimamente no le encuentro sentido a casi nada. También me dijo algo más, "estás fuera de tiempo".

En estos meses de verano el sueño se ha ido repitiendo, siempre bajo la influencia del alcohol que se ha convertido en fiel compañero. Historias, recuerdos, preguntas, se han sucedido noche tras noche cargadas de naturalidad y nunca he podido ser consciente, en esos momentos, de lo irreal de todo ello. La temática, aunque se inició muy variada, se ha ido centrando en el año anterior, es decir, desde mi regreso a Lima, desde que las cosas comenzaron a no encajar.

Ayer; es increíble como me he ido acostumbrando a todo esto. Ayer, decía, me sorprendió cuando en medio de la conversación me recordó el seis de enero del año pasado. "Estabas por cruzar una calle y creíste escuchar tu nombre, volteaste y no había nadie. Seguiste caminando y por centímetros no te atropelló un auto, fui yo quien te llamó y salvó. Hice mal en demorarte, no debí interferir", me dijo con rostro adusto. Recuerdo que ansioso, confundido y algo molesto le pregunte por qué. "Era el momento, por eso te dije, hace mucho, que estabas fuera de tiempo", respondió casi sin mover los labios.

He ido, como dicen, atando cabos, he sumado dos más dos y siempre me ha dado cuatro. Su primera visita, sus preguntas, sus recuerdos, todo ha sido como un recuento, como un balance. He vuelto a recrear a solas los últimos meses y casi me atrevería a decir que una neblina inexistente para los otros, pero absolutamente real para mí, ha ido quitando brillo a cada gesto, a cada momento. Mis amigos se han ido alejando poco a poco, como si olieran algo, como si temieran el contacto. Yo mismo me he apartado. Algunos compañeros han pasado a mi lado sin reconocerme y olvidos inexplicables en la maquinaria diaria han sido comunes, ausencia en un registro, cancelación de cuentas bancarias, devolución de correspondencia.

Por eso, hoy que el mar está picado como nunca, he dispuesto de dos botellas y de todo el mar delante de mí. El plan es el siguiente: aturdirme, nunca he sido un hombre valiente, disfrutar de la noche mientras repaso por última vez todos los puntos anteriores, entrar al mar de madrugada y, repitiendo el título de un viejo libro, ir en busca del tiempo perdido. Si no resulta sabré que todo fue solamente un sueño o que me estoy volviendo realmente loco, si ocurre lo que supongo y espero, te enterarás, querida, al descubrir estas notas.









Regreso
(fragmento epistolar)



Cuzco sigue siendo el mismo, igual de admirable, igual de entrañable, igual de ingrato. Nuestra foto sigue en el mismo lugar, ella no ha envejecido, pero quien hoy me atiende en el Cross, quien tiene el desparpajo de preguntarme: “¿Qué va a tomar?” Es un imberbe que no conoce la historia. Sí, el Cuzco es el mismo y, lo terrible es que respecto a mi anterior retorno, soy yo también el mismo, o casi. ¿Sabes una cosa? Es válido que los lugares no cambien, pero que uno no lo haga es dramático. Cuzco, Cuzco, tierra extraña que reduje a un bar, dos o tres calles y un puñado de amigos; Cuzco, lugar que me han vuelto a ofrecer como propio y que, sin embargo, me han reclamado que devuelva, tragos de por medio, como si fuera un forastero que no tiene derechos sobre él.

Pero debo contarte, esa es la finalidad de las cartas, al menos según mi madre, el contar las cosas que han pasado, pues bien, te cuento que por fin conocí Quenqo, Tambomachay, Huaro y me quedé asombrado con Chinchero, en fin, que me he comportado como un correcto turista, como un extranjero, así que no tienen de que quejarse.

De los amigos mutuos, ¿qué decirte? Acaso preguntarte o preguntarme ¿cuán mutuos eran? Uno cree que los amigos se heredan, como las cosas o las casas, pero si bien, a veces funciona y uno termina por apropiarse de los amigos de su pareja, creo que no es el caso; pero llamémosle mutuos, solo para no divagar más. Pedro tiene novia y nuevo trabajo, el dolor de la muerte de un amigo lo ha acompañado en las noches de trago, pero no ha inundado su espíritu, aunque a veces él lo piense así; la Negra sigue en lo suyo, luchando por ser feliz y consiguiéndolo poco a poco, a su manera, que a veces envidio pues es más concreta que la mía; el Chino en Japón; Ernesto perdido sabe Dios donde, y bueno, creo que más mutuos no hay, lo demás son fantasmas, jirones de amistad que me resisto a dejar olvidados, bonitos recuerdos que he ido modificando para que sobrevivan, en fin, lo de siempre, creo...

Disculpa, pero me parece que lo mejor será terminar aquí, no todo se ha dicho, mucho, seguro, se dirá después. ¿Cuándo vuelva? Ahora dudo que lo haga, que lo logre.

Pensé que terminaba esta carta y mira que sigo aquí, un nuevo vaso de Jim Beam con Coca Cola me motiva y acompaña. Pero no me creas, ni tu tierra, ni el barman, ni el alcalde han cambiado, ni yo he cambiado, pero creo ya haberte dicho esto, soy yo el que no cambia y entonces no sé irme y por eso tengo el trago nuevo en frente. Soy yo el que sigue estancado en sus veintisiete o veintiocho, que no sabe o no se decide.

Una mierda como hijo, compasible como marido, esporádico como hermano y buen amigo. Nota que no me tiembla la mano, no cambia la tensión de mi letra al escribir estos cuatro puntos y es que, lo sé hace mucho, pero no me dejes seguir que no terminaré nunca. Ahora sí me voy, creo que es lo mejor, cerrar esta carta, sin leerla, colocarla en un sobre y encargar a alguien que la envíe para no tentarme.

No puedo, simplemente no puedo dejar de escribir y enfrentarme a un bar casi vacío donde solo nuestra foto recuerda que estuve, que estuvimos aquí. Como decirte que encontré al Gringo Michael pero que no nos volvimos a ver. ¿Gente nueva? No sabría decirte, los nombres han cambiado, pero como con las vírgenes y los cristos, cambian los nombres pero la esencia se mantiene, cambian los actores pero no los papeles y disculpa, una vez más, que te cargue, que vuelva con lo mismo --creo que en este punto puedes dejar de leer pues descubro, sin releerme, que me repito--, el único que se ha quedado en el elenco soy yo y sospecho que no por bueno, sino por falta de ofertas o de proyección, como prefieras.

Creo que ahora sí se acaba, luego te volveré a escribir desde Lima, “ese hermoso y gris trozo de vida” como dijera Durrell, ahora ya no puedo, el alcohol que hace una hora me permitió comenzar esta lenta carta, ahora comienza a cobrar su deuda y me reclama solo para él, me quiere en exclusiva y entorpece mi mente y mi mano, tú lo comprendes, lo sé, te jode pero lo comprendes, así que adiós, adiós y buena suerte mi amor.





La luz por los barrotes


- ¿Sabe doctora? Aquí hace mucho frío, más que afuera. ¿Sabe por qué? Aquí se han olvidado de todo, viven como real este mundo, aunque quizá sea real, no sé, pero no hay calor. Usted misma, si se viera, tiene los ojos fríos, los labios rígidos; aquí hace un frío mortal.
- ¿Te parece? ¿Hace cuanto estás aquí?
- Mucho tiempo ¿Sabe? Pero yo no estoy loco. Sí, usted y yo sabemos que no estoy loco... ¿Pero si salgo de aquí, a donde iría, qué haría? No tengo trabajo ni posibilidad de encontrarlo. Antes tenía ¿Sabe? Pero querían uniformarme, anularme. ¿Era ilógico, sabe? Todos con terno y corbata en pleno verano. Querían crear un mundo al margen de la realidad, se cagan en la realidad. ¿Sabe? Yo estoy bien, estoy sano. Pero si salgo ¿A dónde voy?
- Podrías ir a tu casa...
- Mi casa es... era más fría que esto. Las ventanas también tenían rejas, eso era bueno, como aquí ¿Sabe? ¿Se ha fijado?

El sol casi siempre brillante de esa ciudad que había visto pasar sus juveniles sueños de pintor lo vio engancharse y ser aceptado, soportado y luego arrojado a un hospital.

- Me he fijado, sí ¿Te molesta?
- Claro que no me molesta... no sea idiota ¿Se hace la idiota para acercarse? Recuerde que a mí me han traído por loco, no por idiota, pero usted ya lo sabe, yo no estoy loco... ¿Ve como entra la luz aquí? - dijo, mientras señalaba las ventanas de la sala que servía de consultorio y que, cruzadas por dos gruesos barrotes, dejaban entrar tan solo una luz con sombras.
- ¿Qué pasa con la luz?
- Esos barrotes cortan la luz, dejan pasar sólo una luz presa, cautiva, una luz como fracturada. Eso es triste ¿Sabe? Pero es mejor así, la luz directa, ésa que se mueve por sus calles, me mataría, por eso prefiero estar aquí.
- Pero este lugar es para locos, como tú les dices.
- Claro, pero ya le dije, afuera no tengo nada que hacer, aquí hablo con usted y con los otros ¿Sabe? El otro día un tipo me dijo algo muy curioso: "Un hombre se vuelve loco cuando tiene mucha energía y no tiene talento; se desespera, no encuentra su camino, no encuentra la salida y se escapa hacia adentro.”

Una mosca revolotea sobre una mujer desparramada por el suelo, no es la misma de
ayer, pero la mujer sí y el lugar también. La mujer levanta la mirada y tal vez envidia a esa mosca que pronto morirá y morirá libre y morirá mosca o quizá, la envidia porque simplemente morirá pronto.

- ¿Tú pintabas, no?
- ¡Ay! Que astuta la doctora. Sí, yo pintaba, pero dejé de pintar no por falta de talento, sino porque no valía la pena pintar para que esa gente viera lo que hacía ¿Sabe? Si continuara pintando tendría que ocultarlo todo, ellos no se merecen ver, no están acostumbrados, no saben.
- Ya, ya te entiendo...
- Sabe que no, pero no me importa, de todas maneras me entretiene hablar con usted.
- Sí, bueno, pero ya será otro día, por ahora el tiempo se acabó.
- Bueno.

Luego de las horas de oscuridad, interrumpida por sordos quejidos, una tenue luz luchará para iluminar las habitaciones. La luz eléctrica dejará de ser necesaria en los pasadizos siempre viejos, siempre sucios. Los pacientes despertarán del sueño común para entrar en otro más profundo. Los médicos y enfermeras pronto dejarán fuera sus vidas y ganarán su sueldo por nueve o diez horas de trabajo. Una mosca volverá a revolotear y una mirada la volverá a envidiar sin sospechar que era otra a la que envidiaba ayer.

- ¿Sabes que hay doctores que piensan que ya debes salir?
- Lo suponía. Ya le he dicho que nunca estuve loco. Pero igual no puedo salir ¿Sabe? No podría soportar la luz completa, no podría. Además ¿A dónde iría?
- Eso ya lo hablamos...
- Hablar no es entenderse... usted sabe que no puedo salir. ¿Para qué le he explicado tantas veces? Parece que aunque hemos hablado horas, usted no ha entendido nada.
- Yo no decido las cosas.
- ¿Entonces para qué mierda le explico a usted? Lléveme con alguien importante.
- ¿Quizá para que tú las entiendas?
- ¿Qué?
- Hablas quizá para entenderte...
- Yo entiendo, sino no podría explicarle. ¿No se da cuenta? Entiendo que afuera no tengo nada que hacer, que tratarían de volver a uniformarme, que no me dejarían ser, tendría que fingir ser alguien para que al final nadie me tome en cuenta. Aquí estoy protegido de todos ellos. ¿Ellos me encerraron, no? Entonces aquí me quedo y todos contentos.
- No es tan fácil.
- ¿Por qué no? Ellos dicen que estoy loco. Yo sé que no, pero ellos quieren que esté aquí y yo también. Por fin estamos de acuerdo en algo.
- ¿A qué le temes?

Los doctores pasean enfundados en sus batas blancas y hablan de algo, quien sabe de qué, quizá de sus pacientes, quizá de la vida que llevan fuera y que comienza con el atardecer.

- No sé, creo que a la luz. Sí, eso, a la luz completa, no podría soportarla. Usted ha visto cómo es afuera, cómo viven afuera, cómo fingen. Yo no finjo, ni si quiera he fingido estar loco para quedarme, pero afuera todos hieren, todos fingen. Nadie entiende. Yo sé que a usted le pagan por esto, pero al fin lo hace ¿no? Me escucha, además, los otros, como no tienen nada que hacer también me escuchan, no entienden nada ¿Sabe? Están locos, no entienden, pero al menos escuchan.
- ¿Qué tiene que ver la luz?
- Tiene que ver, se ve todo gracias a la luz completa; aquí, si hay algo de lo de fuera, yo no lo sé, porque la luz entra cuarteada y poca, casi muerta.
- Entonces ¿prefieres no ver?
- Lógico doctora. Sé bien que si viera a plena luz no podría soportarlo. Es sólo instinto de conservación ¿quién busca lo que lo daña? Sólo los locos ¿Se da cuenta? Los que quieren sacarme de aquí quieren mi destrucción, se da cuenta lo que son ¿no? Los que me encerraron para destruirme y como no lo lograron, ahora cambian de estrategia ¿Sabe lo que son, no? Esos que mienten, que fingen. ¿Sabe, no?
- Bueno...
- Sí, ya sé, la hora... hasta otro día.

Las oficinas del hospital cobran un poco más de vida, el directorio ha decidido la salida de varios internos mejorados en vista de la urgencia del ingreso de nuevos pacientes. La luz eléctrica auxilia las interminables discusiones sobre los que deben de abandonar la institución. Los pacientes no advierten nada de ese movimiento, siguen con su luz cuarteada, con sus moscas libres para morir, con sus barrotes, con sus sueños que empiezan a ser terribles cuando el día se instalaba.

- ¿Ya te informaron, no? Esta es nuestra última entrevista.
- Sí - dijo, he hizo un largo silencio.
- ¿Qué piensas?
- Salir... ¿Eso quieren, no? Usted, usted tiene la culpa. Usted será responsable. Usted sabe, yo le expliqué. Usted sabe, ellos quizá no entiendan o no les interese, pero usted sabe...
- Yo no decido, te lo he dicho antes...
- Bueno, si es la última, ya podemos acabar.
- ¿No quieres hablar de otra cosa?
- ¿Para qué?

La mañana nublada y el cielo tapado parecen el regalo de alguna benévola divinidad que quisiera protegerlo de esa luz a la que tanto teme. Las calles, la gente, no le dicen nada y guardan silencio.

De pronto, comienza a reconocer tantos sentimientos, tantas actitudes de antes. Una profunda angustia se apodera de él. Un auto casi lo arrolla al cruzar una calle y su mirada asustada recibe como única respuesta un insulto. Un niño lo persigue unos pasos pidiéndole algo. Una mujer lo cruza y casi golpea con cara descompuesta. Palabras que no quieren decir nada salen de un auto.

¿Qué pasa, qué esta ocurriendo? Mira hacia arriba, el cielo comienza a despejarse. Los gritos se multiplican, los insultos aumentan, mil bocinas lo amenazan, mil radios gritan furiosas, mil mujeres lo arrollan. Un niño lo mira desde una esquina con gesto patético. Corre desesperado. ¿Dónde están todos? Parece preguntar ¿dónde la doctora, dónde la loca y su siempre nueva, siempre viva mosca? ¿Dónde los barrotes que amortiguan la luz, dónde las sucias paredes conocidas? ¿Dónde las batas limpísimas que cruzan flotando por los pasillos?

El medio día llega y el sol se abre paso. Corre sin saber por qué.

¿A dónde ir? ¿Cómo deshacerse de tantos niños, bocinas, radios, mujeres llorosas, de tanta luz? ¿Dónde? ¿Cómo? Grita desesperado. ¿Cuál es el camino de vuelta al hospital?

Ve que el parque, en el que desde hace unos segundos se encuentra, llega a su fin. Un puente, un alto puente marca el final. Mira fijamente la baranda, el fierro corroído, el aire despejado. Siente que la luz comienza a dañarle con más fuerza. Recuerda a la doctora, recuerda las rejas del hospital y corre ansioso. Las barandas del puente le recuerdan los barrotes de sus ventanas y al saltar parece sentir que el sol, ahora a sus espaldas, le molesta mucho menos.